A mi madre

A mi madre. Esta tarde apoyaste tu cabeza en mi regazo y corrieron por mi muslo, danzante como plumas, tus hebras de plata, cerré los ojos y me invité a soñar.
La hierba nos brotó de entre las piernas, el suelo se hizo campo, las paredes se desvanecieron y el viejo sofá de la sala dejó de ser, para volverse árbol. Tu espalda, comenzó a erguirse, cual arbusto que retoña y se abre paso entre la maleza, mis piernas se consumieron, en una masa blanda, regordeta y tambaleante que daba pasos cortos y sin dirección, entonces me tomaste entre tus manos y me aferraste a ti.
El tiempo corrió en un juego, nos pensamos eternos y de pronto dejé de ser suave para endurecerme. Tus hebras de ébano puro renunciaron a su preciosidad para volverse plata
Me erguí, creyéndome fuerte, frunciéndote alguna vez el ceño, imponiéndome a fuerza de tu tolerancia, Tu espalda dejó de ser símbolo de poder, tus manos se consumieron ásperas, ennegrecidas por esas manchas que no perdonan
Te dejaste caer sobre la butaca, la respiración agitada y el comentario de siempre “ya no tengo quince años”, para no perder la rutina tomaste mi mano y me invitaste a seguir. Tú te quedabas, ya no tomarías mi mano
Mire hacia atrás, no conocía el camino, no me preocupaba, sabía que llegaría a casa, que esa noche me dormirías con el libro de cuentos o te inventarías uno de esos que me gustaban.
No quiero irme, prefiero sentarme en un rincón mirando tus canas sobre mi muslo, prefiero quedarme aquí, prefiero eso a tener que extrañarte, prefiero tropezar paso por paso, prefiero avanzar bien lento, haciendo un metro cada día y siempre volver de cada viaje contigo.
Pero sonrío, no puedes saber que cuando te marchas, me abstraigo, me pienso sola, y el cuarto toma las dimensiones de una ciudad.
Por eso doy la vuelta con disimulo y meto bajo el colchón este papelito que escribí de nuevo como hace un año, donde no hay más palabras que un te quiero, un no te vayas.
Esto lo he escrito a mi madre.